Un poema de Arthur Rimbaud
El baile de los
ahorcados
En la horca
negra bailan, amable manco,
bailan los
paladines,
los
descarnados danzarines del diablo;
danzan que
danzan sin fin
los
esqueletos de Saladín.
¡Monseñor
Belzebú tira de la corbata
de sus
títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles
en la frente un buen zapatillazo
les obliga a
bailar ritmos de Villancico!
Sorprendidos,
los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un
órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño
damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y
entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!,
alegres danzantes que perdisteis la panza ,
trenzad
vuestras cabriolas pues el tablao es amplio,
¡Que no
sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso,
Belzebú rasga sus violines!
¡Rudos
talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han
despojado de su sayo de piel:
lo que queda
no asusta y se ve sin escándalo.
En sus
cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.
El cuervo es
la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un
jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen,
cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos
paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que
el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca
negra muge cual órgano de hierro!
y responden
los lobos desde bosques morados:
rojo, en el
horizonte, el cielo es un infierno...
¡Zarandéame a
estos fúnebres capitanes
que
desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,
un rosario de
amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos,
que no estamos aquí en un monasterio! .
Y de pronto,
en el centro de esta danza macabra
brinca hacia
el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,
llevado por
el ímpetu, cual corcel se encabrita
y, al sentir
en el cuello la cuerda tiesa aún,
crispa sus
cortos dedos contra un fémur que cruje
con gritos
que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un
saltimbanqui se agita en su caseta,
vuelve a
iniciar su baile al son de la osamenta.
En la horca
negra bailan, amable manco,
bailan los
paladines,
los
descarnados danzarines del diablo;
danzan que
danzan sin fin
los
esqueletos de Saladín.
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